“‘La mina se pone celosa cuando entran minas’, me argumentaban para disuadirme. Pero yo no iba como ‘mina’, iba de ingeniero. Finalmente entré a El Teniente, a principios de los 90. Cuando me saqué el casco, todos me miraron con espanto. Ahí me empezaron a poner a prueba”.

Recién salida de la universidad, a principios de los 90, empecé a trabajar en una empresa de ingeniería que llevaba proyectos para la mina El Teniente. Tenía 25 años y cara de pollo, pero había estudiado con puros hombres y aprendido cómo hacerme respetar. Era ‘chorita’, hablaba a garabatos cuando había que hacerlo y era firme. Tenía que demostrar que estaba ahí por lo que valía y no por ser mina o porque me había acostado con alguien, que eran las premisas en esa época.

En la empresa todos hablaban con tallas de doble sentido, pero yo las entendía y respondía rápidamente. Un compadre me decía: “Podríamos conversar largo y tendido sobre esto”, y le respondía: “Mira, podríamos conversar largo, pero tendido, ni cagando”. O en reuniones grandes, un tipo me decía: “Si lo que planteaste no funciona, vas a tener que comprarte un tarro de vaselina”. Yo le decía: “Bueno, pero nos lo entubamos entre los dos”. Así se daban cuenta que yo no era tonta.

Entre el 91 y 92 trabajé en un proyecto del sistema de ventilación de El Teniente. Hacíamos las reuniones en el campamento de Sewell y un día dijeron que la siguiente tenía que ser dentro de la mina. Uno de los viejos que estaba ahí, un ingeniero eléctrico, dijo que si yo entraba, él no iba. Me dijo que los mineros no iban a aguantar, que iba a reclamar el sindicato. Los otros hombres se hicieron los lesos y el que estaba a cargo dijo que entonces la próxima vez nos íbamos a juntar de nuevo en Sewell.

“La mina se pone celosa”, argumentaban ellos para que no entrara. Yo no soy supersticiosa y cuando empecé a preguntar el origen de este dicho, me contaron que en otros períodos los mineros entraban prostitutas a la mina. Entonces, cuando había accidentes, decían que la mina se ponía celosa. Pero yo no iba como “mina”, iba de ingeniero. Por eso les respondía que la mina no se iba a poner celosa de mí. “No se preocupen, yo no soy mina”, les decía.

A la salida de la reunión pensé que algo tenía que hacer. De vuelta a Santiago iba conversando con don Roberto, un ingeniero con mucha experiencia, y le pregunté si él se atrevía a meterme a la mina. Le dije que tenía mi credencial y que no había nada escrito que me prohibiera el ingreso. Además, le hice una propuesta: le pagaría un whisky si me ayudaba. Él lo pensó, me miró y dijo: “Ya poh’, pero etiqueta negra”; lo que en ese tiempo era caro y difícil de conseguir. Le dije que bueno.

El día en que entré me puse un buzo naranja, casco, bototos y un respirador de cara. El plan lo sabían mi jefe, otras personas del proyecto y don Roberto. Entré con él y otro ingeniero grandote; los dos eran muy respetados dentro de la mina y sólo me hicieron una recomendación: que no hablara en espacios públicos ni me sacara el casco. Cuando llegué al nivel 4, donde era la reunión, por fin me lo saqué. Estaba feliz.

Todos me miraban con cara de espanto, pero me trataron con mucha dulzura. Al verme, el ingeniero eléctrico a cargo de la reunión fue a lavar las tazas para que “la señorita” tomara café, mientras que a cada rato entraban tipos sólo a verme. Después teníamos que ir a un ventilador dentro de un túnel. Ahí me empezaron a poner a prueba. Para llegar había que caminar por la oscuridad sólo viendo el chaleco reflectante del gallo que va adelante con la lámpara del casco, pero el tipo que me guiaba caminaba muy rápido. Le tenía que seguir el ritmo porque si se
alejaba yo me podía perder en los túneles. Era difícil, pero yo no iba a gritar que estaba perdida. La actitud de ellos era siempre de tratar de que yo pidiera un trato distinto, pero yo era ‘chorita’ y no iba a ser así. Sólo pedí ayuda cuando tuve que ir al baño. Dos personas se pusieron en la puerta de guardia. El baño era asqueroso, pero pude usarlo.

También me pusieron a prueba de otras formas. Como cuando me mostraron “las mascotas”. Los mineros alimentan ratones, porque cuando hay temblores o estallidos de roca, los sienten primero y los alertan al arrancar. Entonces, de repente iba caminando por el túnel y pasaban unos tremendos güarenes sobre las líneas de alta tensión. Me decían: “Mire, señorita, ahí están las mascotas”. Y yo: “Mmm, se parecen a mi gato”. Además, cada vez que entraba me echaban la culpa si había algún accidente. Una vez hubo uno en la carretera y dijeron: “Claro, es que están entrando minas a la mina”. “No poh, ese accidente fue afuera. Los accidentes de adentro son los míos”, respondí.

Seguí entrando a la mina hasta una vez en que iba por los túneles de ventilación, los que tienen luces cada cierta cantidad de metros, y de repente éstas empezaron a parpadear. Me dijeron que iba a haber una explosión así que tenía que apoyar la espalda contra la pared. Sonó un estallido lejano y vino por el túnel la onda expansiva, que te estrella contra el muro. Sientes la presión, el olor a pólvora, la tierra. Entré en pánico y me di cuenta de que realmente era peligroso. Pensé: “Qué hago acá”. Decidí que ya había cumplido con lo que tenía que hacer
en la mina; mi nombre ya estaba en los planos. Era 1995.

Muchos ahora me preguntan por qué tuve que pagar una botella de whisky para entrar y la respuesta es sencilla: porque no entraban las mujeres. Pero lo logré y fui la primera mujer autorizada a entrar en la mina. Entré a una mina cuando las mujeres no lo hacían. Por eso aparecí en el libro Historia de la automatización en Chile, de Mario Bravo y Hugo Següel. Hoy veo con satisfacción cómo las chiquillas ven cualquier actividad o profesión sin ponerse límites, y siento que yo ayudé a eso, y también al movimiento feminista. Uno mira para atrás y dice: “Este paso que
di, ayudó”.

Gentileza: La Tercera